sábado, 27 de marzo de 2010

MAÑANA SERÉ TÚ


En pocas horas seré tú.
Y en la antesala
de los cuarenta y todos
ya soplan los aires
de achaques venideros.

Mañana seremos tú y yo
un medio siglo redondo.
Y ya no cabrá entre nosotras
un gramo de disimulo.

¿En qué espalda quedaron pegados,
aquellos globitos prietos
que un día fueron tus pechos?
¿con qué abrazo huyeron
aquellas piernas fibrosas?

¿Se atreverá algún escalador intrépido
 a coronar las crestas nevadas de tu pubis?

¿Te dolerán partes del cuerpo
que aún no sabes que tienes?

Mañana seré tú.
Todos querrán brindar.
Y en las fotos que te harán
te verás más vieja
de lo que salen tus padres viejos
en las fotos ya amarillas.



lunes, 15 de marzo de 2010

MARÍA


María era una mujer resistente, acostumbrada a cargar desde siempre con males propios y ajenos. Pero últimamente sufría de unos molestos y persistentes dolores. Los tenía por todo el cuerpo, le pinchaban como aguijones, y era fácil verla moviendo las manos por las piernas como si sacudiera astillas imaginarias.
Fue de consulta en consulta, visitó a médicos homeópatas y alópatas, kinesiólogos y acupuntores. Nadie supo encontrar el origen de tan extraña dolencia.
Hasta que la visitó un médico viejo, que ya había pasado de largo la edad de jubilación. Le tomó el pulso y la auscultó con mucho cuidado, deteniéndose varios minutos en algunos puntos de su cuerpo. Después de frotar sus manos para calentarlas, y mientras la pobre María estrangulaba muecas de dolor, fue presionando sobre su vientre y su costado.
El diagnóstico la dejó perpleja. Lo único que tenía eran lágrimas cristalizadas que habían quedado clavadas por todo el cuerpo. Y eran muchísimas. Todas aquellas que nunca se había permitido llorar.

lunes, 8 de marzo de 2010

EL PASO CONTRARIO


Había perdido toda esperanza de promover mi obra. Abatido y sin trabajo, me hallaba sumido en una espiral alcohólica de efectos devastadores. 
Mi problema, resolví una tarde de lucidez dudosa, eran los descartes. Cada vez que el camino se bifurcaba, que tenía que tomar partido por una alternativa, elegía la peor, la más ruinosa. Mi vida había sido, en suma,  una cadena de decisiones erróneas.
Decidí que me había llegado el tiempo de forzar el paso contrario. 
A partir de ese día, ante cualquier decisión, por intrascendente que pareciera, cerraba los ojos y como si de una suerte de conjuro se tratara, me obligaba a desechar todo aquello que mi naturaleza me inclinaba a elegir.
Y lo hacía de forma sistemática, burlándome de mis intuiciones y descansando de vez en cuando en aquellos momentos que no permitían el mínimo margen de decisión personal.
No tardé en llenar mi casa de figuras de toreros y de lánguidas damiselas de porcelana. Cambié mi atuendo, empecé a usar colonia, dejé de beber.
Conseguí tragar sin anestesia programas de televísceras, leí todo best-seller de autores de los que abomino. Tan en serio me lo tomé que conseguí ser otro.
Y sí, encontré trabajo y al poco me casé. Ahora tengo hijos, hipoteca y dos coches. Mi vida transcurre por un páramo seguro y sin baches, a salvo de aquellos abismos insondables.
La noche de la sacudida desperté a las tres de la madrugada. Si la tierra había temblado, ni mi mujer ni mis hijos parecían haberlo notado. Me levanté a beber agua y a refrescarme el rostro.
Al volver al dormitorio, la visión del contorno de un cuerpo masculino abrazado a mi esposa me dejó paralizado. Tras el susto inicial, y ante el aspecto inofensivo del durmiente, me acerqué a mirarle. Había algo demasiado familiar en esa cara con barba de tres días y en su olor a whisky mal dormido. Era mucho más delgado de lo que yo recordaba haber sido nunca, pero la cicatriz del mentón no dejaba rincón para la duda.
Si se trataba de una fisura espacio-temporal o de un desdoblamiento cuántico lo desconozco, pero ahí estaba yo frente a aquel otro tipo que yo había sido.
Y si al principio mi mujer se mostró muy indignada ante mi propuesta de que se quedara a vivir con nosotros, tampoco se atrevía a echarlo de casa por su asombroso parecido con nuestro hijo Oscar.  Lo cierto es que pasados los primeros días de adaptación, los tres nos llevamos bastante bien.
Ahora a ella se la ve mucho más feliz. Y por esa mirada pícara y relajada con la que amanece algunas mañanas, sé, aunque ella nunca me lo diga, que él es mucho mejor amante que yo.