A los pocos días las gafas protectoras y las mascarillas eran imprescindibles incluso dentro de la cama.
El volcán, lejos de detener su vómito de humo, contagió a los cráteres vecinos, hasta ahora resecos y dormidos. Parecía como si alguien hubiera descorchado descomunales botellas de champán, después de agitarlas en el núcleo de la Tierra.
La actividad en el mundo desarrollado pasó de un ritmo frenético y estridente al único posible, torpe y silencioso. Y la lentitud se volvió necesidad.
Las partículas del volcán inutilizaron todo artilugio tecnológico. Y sí, algunos nos acostumbramos a respirar metales, a que el feldespato se convirtiera en involuntario aderezo de todos los platos, en invitado de piedra de todas las reuniones. Y el frío y la oscuridad impusieron su dictadura gélida.
En pocos meses el panorama se tornó espeluznante. A duras penas se conseguía comida en las tiendas improvisadas que se organizaron en algunos barrios, a los que entre tinieblas llegaban contados víveres a lomos de burros o de caballos. La gruesa capa de ceniza había tendido un manto, como de nieve gris y blanda trufado de vidrio volcánico.
En cuanto a mí, el azar confabulado con la crueldad me ha convertido en una superviviente. Inexplicablemente adaptada a los cambios y mutaciones, aún respiro.
Sorda y ciega, deambulo anestesiada. Busco un lugar en el que abandonarme a esperar el beso de la muerte liberadora. En el vacío de esta lúgubre noche eterna.